sábado, 27 de agosto de 2011

YA SOY GRANDE.


 Cuando los niños pasan a ser adolescentes, la gran mayoría de las veces se sienten adultos, sienten necesidad de independencia y se creen en todo su derecho de no rendirle cuentas a nadie. Piensan que ya son personas maduras. Pero precisamente este tipo de pensamiento es en realidad indicador de que esa madurez aún se encuentra muy lejos. Una persona madura mide consecuencias y piensa bien las cosas antes de tomar cualquier decisión. Esto es algo que se obtiene, no solo con los años, sino también con la experiencia. Es decir, la inmadurez no es sólo cosa de adolescentes, ya que muchas personas adultas nunca llegan a alcanzar esta condición.

 El simple hecho de no depender económicamente de sí mismo, lleva consigo la obligación de cumplir con ciertas normas de convivencia. Aún más si son sus padres de quienes depende, ya que estos no sólo son aportantes de dinero y techo, sino también de amor y educación.

 Lo que no entienden muchos jóvenes es el ¿por qué debo dar explicaciones a mis padres de lo que hago o dejo de hacer, si yo ya soy grande? Lo que ellos no entienden es que sus padres no solicitan esta información únicamente como mecanismo de control, sino también para su propia tranquilidad. Antes de ser los dueños de la casa y quienes aportan el dinero, los padres son quienes nos traen al mundo, y para ellos nosotros somos su razón de ser.

 El mejor ejemplo de esto es lo que ocurre cuando aquel niño deja de ser niño y se convierte en adulto, se va de la casa y hace su propia familia; esta necesidad de información por parte de los padres continúa vigente. Los padres siempre van a querer cerciorarse del bienestar de sus hijos, aún si ya no viven con ellos, o si sus bebes ya pasan de los 40.

 Tal vez los jóvenes deberían, antes de criticar, ponerse en los zapatos de sus padres, e intentar entender lo que ellos podrían llegar a sentir en caso de que algo atentase en contra del bienestar de sus hijos. Tal vez de esta forma aprenderían a ser más precavidos y a tomarse  la molestia de tener una buena comunicación con sus padres.


YA SOY GRANDE, LA HISTORIA.


 Cecilia era una niña de 19 años, que vivía con sus padres y estudiaba. Cecilia tenía novio. Su madre siempre le reclamaba porque cuando salía de casa, Cecilia nunca le avisaba dónde ni con quién estaba. Un día Cecilia se encontraba en casa de su novio y decidió quedarse a dormir allí, como solía hacerlo a veces, pero no se lo informó a su madre. Su madre estuvo toda la noche llamándola a su celular, pero Cecilia lo apagó. Entonces se comunicó con las amigas de Cecilia, intentando saber dónde estaba su hija, pero no obtuvo información alguna. Cuando Cecilia llegó a casa su madre la recibió bañada en lágrimas, a punto de tener un ataque de nervios. Lo único que Cecilia le dijo a su madre fue: “¡mamá, no seas exagerada! ¡Tu sabías que estaba con Juan!”. Eso era cierto, pero lo que nunca le dijo Cecilia a su madre era que dormiría fuera de casa, y menos que llegaría al día siguiente en la tarde. 

 Cecilia siempre renegó de la “paranoia” de su madre,  defendiendo siempre su “independencia” y su “mayoría de edad”. Cuando Cecilia fue adulta, se casó (no con Juan) y tuvo 2 hijas. La relación con su madre no era muy buena y pasaban años sin hablar. Su hija mayor, Juliana, era muy parecida a ella: nunca le daba explicaciones a su madre y la trataba siempre de "paranoica". 

 Un día Juliana salió a una fiesta con sus amigas. Cecilia pasó la noche en vela preocupada, ya que Juliana nunca contestó su celular. Ella recordaba lo que en su juventud le hacía a su madre y se tranquilizaba un poco, pensando que seguramente ella estaría bien y todo sería cuestión de ese deseo de independencia, el mismo que sentía ella en aquel entonces. Pero al mismo tiempo se sentía un poco culpable, ya que ahora ella sentía lo que seguramente había sentido su madre: angustia, dolor, desesperación, impotencia, etc.

 Amaneció y Juliana no llegó a casa. Anocheció y aún no llegaba. Cecilia salió desesperada a buscar a todas sus amigas, y para su sorpresa, todas estaban en sus casas. Las amigas de Juliana la vieron tomar un taxi hacia su casa la noche anterior, pero no supieron más de ella. Al día siguiente, después de poner denuncios y buscar en hospitales y morgues, el teléfono sonó. –Buenas tardes, necesitamos hablar con los padres de la señorita Juliana Hernandez –dijo la voz al otro lado del teléfono.

 A Cecilia se le cayó el teléfono de las manos, así que su esposo lo tomó y contestó la llamada. Ella no quería saber lo que pasaba, pero su esposo la abrazó y con lágrimas en sus ojos dijo aquellas palabras que ella nunca olvidaría: “amor, debemos salir. Tenemos que ir a reconocer el cuerpo de Julianita”. En ese momento Cecilia sintió que su corazón era arrancado de su pecho, y arrebatado junto con su vida entera. El dolor que sentía era más grande que todos los dolores juntos.

 En el funeral de Juliana, Cecilia no pronunció palabra alguna. No hasta el momento en que la vio llegar. Era ella, la paranoica exagerada, con quien hace tantos años había dejado de hablar. Era su madre. Se le acercó y la miró con ojos enrojecidos y mojados. De repente Cecilia se puso de pie y la abrazó como nunca lo había hecho. Al abrazarla, ambas estallaron en llanto y Cecilia por fin habló, para pronunciar aquello que nunca imaginó llegar a decir: “Madre, perdóname. Tu siempre tuviste la razón. Ahora que perdí a mi hija, entiendo el dolor que tu sentías cada vez que temías perderme”.

Ninguna preocupación es paranoia cuando se trata del temor a perder un hijo.

Cata.